Una aventura inolvidable

    Todo comenzó una mañana de octubre de 1999. Me apresuré a descender la pronunciada pendiente que me llevaría a un pequeño lago en el que ya había estado anteriormente. En aquellas ocasiones mis cañas sufrieron varios ataques de algo que no había conseguido ver, pues de manera rápida habían roto el aparejo sin misericordia. Era muy temprano y las primeras luces del día comenzaban a despuntar, dejando adivinar poco a poco lo que iba a ser un día lleno de luz...y de emociones.

    Tras escoger una récula en la  que estaría  protegido del sol por más tiempo, monté los aparejos de mis cañas de pesca a la Inglesa con nylon del 0´20   y  anzuelos  del nº 8.Me dispuse a sondear el fondo para ajustar los flotadores. Fui midiendo la profundidad, un metro...dos metros...tres metros    y así seguí hasta llegar a los 6´5 metros. Como mis cañas medían menos de cuatro metros, opté por colocar el flotador de forma corrediza y, al cabo de media hora ya tenía las dos cañas cargadas y a punto de batallar con todo aquello que quisiera medirse con ellas. Como cebo utilicé maíz dulce, del que viene el latas para aderezar las ensaladas, del que también usé parte de el para cebar las aguas adecuadamente.

    El tiempo fue ganando terreno a la mañana y el sol ya comenzaba a ser algo molesto. No había notado en mis cañas la más mínima señal de vida. El agua era un enorme espejo azul que, en raras ocasiones era enturbiado por alguna brizna de aire. Yo no me había levantado de mi asiento en toda la mañana y mi vejiga ya protestaba. En vista de la situación me apresuré a satisfacer mis necesidades fisiológicas, pero antes de ello, como por  inspiración de algún hado pescador o algo así, se me ocurrió colocar  un pequeño campanillo, de los que se colocan para la pesca al lanzado, en un tramo de sedal que extraje del carrete para, de esa forma, mantener tensa la línea, dejando a este descansar sobre el suelo.

    No había terminado aún de aligerar el sobrepeso de mi vejiga cuando una descarga recorrió toda mi columna y fue como si un grifo se hubiera secado de repente. El pequeño campanillo había sido desplazado de su lugar emitiendo un sonido que envolvió todo el paisaje. Sin tiempo para acabar de arreglarme, sí que lo tuve para llegar a tiempo a la cita con el combate tan anhelado con aquello que desconocía. Con un golpe seco de muñeca pude clavar el anzuelo en la boca de aquel ser subacuático y, fue entonces cuando comenzaron a temblarme las piernas...el carrete no dejaba de ceder generosamente todo el sedal que   le exigía aquella frenética huida. Fueron minutos eternos,10,20,recogiendo hilo para perder el terreno ganado en un minuto. Tras más de 20 minutos de lucha, vi, por primera vez el lomo de mi contrincante. Poderoso, pardo y dorado.

    En ese momento ya me temblaba todo el cuerpo al verme en inferioridad frente a aquel pez, pues no sabía si mis aparejos serían capaces de aguantar los últimos embates de aquella carpa. Poco a poco fui ganando los últimos metros hasta casi llegar a tocar con mis manos aquel bello ejemplar. Se presentaba un contratiempo: el salabre que llevaba no tenía capacidad suficiente para semejante animal, así que con "paciencia y una caña" conseguí meterle la cabeza y poco   más, robándoselo por fin al espejo. La carpa royal pesó 9 kilos.

    Fue en ese momento indescriptible y que tan sólo pueden comprender aquellos que han pasado por una experiencia similar, cuando me percaté de mi gran error. No había cogido una cámara fotográfica para inmortalizar aquella hazaña.¿Qué hacer?.Si lo contaba en casa quizá no me creerían, por esa fama que tenemos los pescadores de exagerados. Opté por llevármelo para poder lucir mi trofeo y demostrar que realmente había ganado el combate.

    Tuve la satisfacción para mi ego por las caras de asombro de aquellos que vieron aquel precioso ejemplar, pero en el fondo de mi corazón sentía que había obrado mal.

    Desde entonces nunca olvido mi cámara de fotos siempre que salgo de pesca, algo que recomiendo a todo aquel que lea estas líneas, pues no hay nada que supere al hecho de saber que, tras haber ganado un combate puedas enfrentarte de nuevo al mismo coloso, dándole así una segunda oportunidad y por tanto el derecho a la revancha.